Crónica

domingo, 18 de octubre de 2009


Abrazar la vida es creer en el futuro

Con todo adiós a lo que se ama, todo abandono a lo que se quiere y todo olvido que se asume de forma forzosa, se desprende un pedazo de alma y se fragmenta la esperanza que el corazón cultiva de aferrarse a la vida.

Brazos fuertes que acarician el futuro y lo soportan mientras miran en el horizonte el camino que conduce a casa. La esperanza de abrazar la tierra que se deja, de derrotar los temores que se tienen y de tomar de nuevo la tierra en sus manos para hacer lo que se aprendió desde niños, cultivarla. Es el sueño de todo campesino que ha sido víctima del conflicto armado colombiano.

El Atrato sirvió de cómplice y de testigo aquel 2 de mayo de 2002, cuando el Bloque Elmer Cárdenas de las AUC y guerrilleros de las Farc incursionaron en Bojaya Chocó. En medio de los enfrentamientos que dichos grupos sostenían una pipeta cayó contra a iglesia de la población.

En el templo se refugiaba gran parte de los habitantes; mujeres, hombres y niños que se abrazaron de un Dios mutilado y secuestrado en su casa, con la esperanza de poder vivir. Deseo que le fue negado a 119 de ellos. Tras la explosión y en medio del eco que continuaban produciendo las balas, se construía un caudal de seres humanos que bordeaban el Atrato con la única intención de abandonar el austero pero implacable brazo de la violencia, que se ensañaba con una de las poblaciones más pobres del Chocó.

La nostalgia y el malestar de dejar los que se tenía, en un país que se tiene poco, y el dolor que ocasionaba abandonar a quienes se amaban tras escombros, miseria y riachuelos de sangre cruzados por balas de amigos que ahora eran enemigos, eran los sentimientos que traspasaban por el rio más navegable del mundo.

No había tiempo para pensar ni detenerse, sólo mirar al frente y trochar por la orilla hasta llegar a un lugar ajeno, desconocido y posiblemente inhóspito. Mientras tanto en casa forasteros de capa negra y fusil en sus manos se paseaban temblorosos pero desafiantes por las aceras y se rodeaban de gallinas, cerdos y pollos que hambrientos esperaban recibir comida.

El Dios no era ajeno a la tragedia, crucificado y mutilado yacía bajo las innumerables ruinas y rodeado 119 seres humanos que se extendían como mártires, pero que nunca serian canonizados y que sólo el estado de forma fría contaría por decenas y filaria en cifras y estadísticas.

Una vez más los afro-colombianos protagonizaban los titulares de diarios y noticiarios, una vez más el país se detenía ante la pantalla a ver como hombres de cuerpos rudos y miradas profundas abrazaban una caja o un costal y soportaban la mano de un amigo o familiar, una vez más vieron como un pueblo desaparecía como tantos que lo han hecho.

Durante las semanas siguientes múltiples organizaciones gubernamentales y no gubernamentales intentaron sembrar de nuevo vida en las solitarias e indeseables calles de un pueblo. El estado por fin llegaba y se instalaba como en casa.

Si la huida fue desesperanzadora y abrupta, la llegada sellaba un nuevo pacto e intuía un mejor vivir. El regresar a casa representaba recuperar su territorio, pero también afrontar su dolor, hacer su duelo e iniciar de nuevo, tal vez con menos familiares o amigos de los que se deseaba.

Banderines blancos se exhibían y canciones de vida y esperanza escoltaban la llegada. Quibdó se despedía cariñosamente de los que fueron sus hijos adoptivos y a los que dejaba partir con la esperanza de no recibirles bajo esas circunstancias de nuevo.

De regreso a casa un hombre alto, negro y a simple vista fuerte, abrazaba a una frágil criatura mientras miraba al horizonte, tal vez un atardecer o un amanecer que imponente desafiaba al Atrato a seguir llevando a casa a los que no eran forasteros. El hombre de brazos fuertes soportaba delicadamente el futuro, mientras miraba a casa con seguridad y entereza. Abrazaba la vida porque aún creía en ella.

Al llegar a casa y con la caída de la noche el agobiante silencio de la selva se interrumpía para dar paso a danzas, cantos y oraciones. El templo, esta vez se llenó de vida, todos danzaron donde meses antes habían muerto sus amigos y familiares.
Tal vez llegar a casa solo era el comienzo, pero aquel abrazo seria el eterno guía y anfitrión de un pueblo que se negó a morir a causa de la guerra.




Cibergrafía:
http://www.encuentromedellin2007.com/?q=node/3275 sitio Web visitado el 09/10/09 a las 11:30 p.m
http://www.casamerica.es/usuarios/autores/jesus-abad-colorado sitio Web visitado el 09/10/09 a las 11:30 p.m
Foto tomada de: : www.asociacionvagamundo.org/6615.html

1 comentarios:

Adriana Arroyave dijo...

Buen texto, buena introducción.
Se más estricto con la puntuación.